jueves, 19 de enero de 2012

Sin Luz



Al doblar la esquina entramos en una ciudad totalmente distinta. Lejos de la aparente decadencia que transmitían las numerosas casas con ventanales rotos y azulejos caídos, la Rúa de Santa Catarina trazaba una línea recta de edificios nuevos y limpios, y aunque algunas fachadas se resistían a abandonar la costumbre de revestirse de azulejos, tan típicos de Oporto, la mayoría guardaban una estética mucho más discreta. Lejos de las calles tortuosas, empinadas y oscuras de los alrededores de la Catedral, esta parte de la ciudad abría sus espacios a la luz y su vista al horizonte. Parecía que toda la gente de la ciudad hubiese salido a pasear sobre aquellas aceras adoquinadas. El día estaba gris y triste pero el bullicio de la gente, las luces de los escaparates y el colorido de los carteles y banderolas, trataban de espantar el sentimiento de nostalgia y melancolía que daba recorrer ciertas partes de la ciudad. Un payaso regalaba globos con forma de animales a los niños. Yo si hubiese sido niño creo que un tipo de dos metros con una peluca roja enorme, sonrisa pintada permanente y zapatos desproporcionados me hubiera dado más miedo que alegría, pero parece ser que los niños se quedan mirando fijamente los globos e ignoran al payaso. Vamos, que igual podría haber estado regalando globos el hombre del saco o Herodes.
La lluvia no parecía tal. No se sabía si las gotas caían o estaban suspendidas en el aire. No sacabas el paraguas porque no parecía que lloviera y a los cinco minutos estabas calado hasta los huesos. La débil neblina que conformaban las gotas se mezclaba además con el humo que desprendían un par de puestos de castañas asadas que me hizo acordarme de mi abuela Ana. Ella tiene un pequeño cazo agujereado de los que se usaban antes para asar castañas, pero en realidad me acuerdo porque asocio el olor a castañas asadas con el otoño y con el 1 de Noviembre, cuando mi abuela siempre hacía boniatos asados y yo esperaba ansioso a perderme en ese sabor dulzón.
Al avanzar por la calle escuchamos una melodía por encima del bullicio general. Parecía el sonido de una flauta o instrumento similar, que lanzaba notas al aire para mezclarlas con la lluvia disfrazada de neblina y el humo acastañado. Una señora mayor, apostada contra la fachada de uno de los edificios, tocaba su instrumento enfrente del Café Majestic, y al verla se me hizo un nudo en la garganta. Esperaba ver tristeza, dolor o soledad en sus ojos. Pero no esperaba ver la nada. Ni siquiera los ojos perdidos de una persona ciega. Entre las cejas y los pómulos, sólo había piel. Tan sólo un pequeño valle entre ambos y cierto aspecto tenso de la piel en esa zona, mostraba que antaño allí quizás habían existido dos ojos, con la misma vida que los que ahora le miran. Me quedé parado pensando en cómo distinguiría el día de la noche, cómo sabría si las calles eran decadentes como las de la zona de la Catedral o nuevas como ésta de Santa Catarina. Me pregunté cómo sería no poder llorar.
Agaché la cabeza y continuamos andando, para perdernos de nuevo por la ciudad antigua, la de las calles tortuosas, edificios ruinosos y alumbrado deficiente. De repente ya no me parecía todo tan decadente.

lunes, 9 de enero de 2012

Amor eterno

Al recordar aquella última conversación, un escalofrío recorrió mi cuerpo…Parecía que habían pasado años cuando sólo hacía una semana que Raúl juraba su amor por mí entre estas mismas cuatro paredes. Qué estúpida y ruín me siento ahora que los acontecimientos han abofeteado mi inmadurez, propia de una niña malcriada y consentida. Aún noto el frío de aquella lluviosa mañana, con medio pueblo reunido junto al puente, haciendo apuestas sobre si Raúl sería capaz o no de cruzar a nado el río. Y yo, pavoneándome en medio de la algarabía, henchido mi orgullo por ser el centro de atención y la causa de tamaña osadía. Recuerdo su mirada, esperanzada y atemorizada a la vez, buscando complicidad, o quizás un gesto que acabara con tanto despropósito. Pero yo estaba ciega. Completamente ciega. Necesitaba muestras imposibles, hazañas heroicas como las de los cuentos de hadas. Yo siempre quise ser la dama por la que luchan los caballeros andantes en sus torneos medievales. Yo quería que se matara un dragón de mil cabezas en mi nombre, que se derrumbaran ejércitos enteros sólo para alimentar más aún mi vanidad.

Raúl no llegó a la otra orilla. Las corrientes dicen unos, el fango del fondo dicen otros…pero yo sé la verdad. Yo sé que es un castigo, que Dios me ha condenado a un dolor en el que se mezclan la soledad y la vergüenza, la culpa y la impotencia. Yo he llevado a Raúl a la muerte. Su juventud y su fuerza se han ahogado en aquellas malditas aguas. Pero no su amor. Su amor sigue vivo. Su amor me persigue constantemente, buscando cumplir su promesa.

Cada noche veo una sombra deslizarse junto a mi cama. Se acomoda en la esquina más oscura de la habitación, allí donde él me juró amor eterno, y me susurra palabras incomprensibles. Cada noche siento que me empujan levemente hacia la esquina, que la sombra busca un abrazo en el que refugiarse. Me resisto, forcejeo, presa del miedo, y la sombra se retira entre lamentos estremecedores. Cada mañana me levanto con la sensación de haber vivido una pesadilla.

Y cada mañana veo el mismo charco de agua. Allí, donde Raúl me juró amor eterno.

miércoles, 4 de enero de 2012

Crónicas Suburbanas III

Por las noches la multitud ha abandonado los vagones. Éstos circulan fantasmalmente, casi vacíos de almas, tal vez aligerados de su carga diaria, tal vez melancólicos del gentío de las horas punta.
¿Preferiran el silencio incómodo de la muchedumbre o quizás el silencio obligado de la ausencia de inquilinos temporales? Habría que preguntarle al tren. A las ruedas o a los asientos, a la locomotora o al tren de cola. Igual tienen sentimientos encontrados, lo mismo que a nosotros a veces la razón en ocasiones nos dicta un camino y el corazón nos indica otro.

En el punto medio del recorrido, centro y dueño de nuestros destinos, suben más viajeros, borrando de un plumazo el silencio inspirador; familias que entran charlando, móviles parloteando. Añoro cuando se perdía la cobertura en cualquier túnel. Ahora se cruzan conversaciones, tropiezan diferentes tonos de voz, se entrelazan, desentonan y todos juntos forman un run-run antipático y abrumador. Las ruedas chirrían en señal de protesta, un politono les contesta, y mientras, el gusano metálico continúa fiel a su itinerario premarcado.

Risas nocturnas, idiomas diferentes, voces graves y agudas, cada uno en su burbuja particular ajenos a su alrededor, sin entender que sus voces, sus ruidos, no respetan las fronteras...





Añoro el silencio

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