domingo, 25 de marzo de 2012

Deteniendo el tiempo

La primera vez que detuve el tiempo, al menos de forma consciente, fue en mi noveno cumpleaños. Mis padres habían invitado a algunos compañeros de clase y a mis vecinos Javier, Susana y Guillermo. Yo me lo solía pasar muy bien con ellos, pero aquel cumpleaños era algo triste. Aunque mis padres sonreían y me animaban con montones de besos y regalos, no se me escapaba que siempre miraban de reojo a mi abuelo, sentado en su butaca de siempre, y cada vez más hundido en ella. Sus ojos vidriosos perdían expresión con los días, sus manos temblorosas hacía tiempo que habían dejado de acariciar mi pelo, y ya no se quitaba aquel pijama de cuadros tan horrible en todo el día.

“Pide un deseo y sopla fuerte las velas, tienes que apagarlas todas de una vez para que se cumpla”. A mí lo que sucedió entonces me pareció magia. Ahora comprendo que aquel ejercicio de concentración máxima fue el detonante para poder desarrollar mi extraño don. Cerré los ojos, pensé en mi abuelo, en las veces que me había sentado sobre él para contarme las mismas historias de sus años en la guerra civil, en su respiración cansina y arrítmica mientras hablaba de trincheras embarradas, aviso de bombardeos y balas silbando sobre su cabeza, y deseé con todas mis fuerzas que el tiempo se detuviera para poder seguir disfrutando de aquellas historias en las que me imaginaba a mi abuelo como un héroe, fusil en mano, salvando a sus amigos y conquistando el territorio enemigo.

Soplé con fuerza, y al abrir los ojos me encontré con las llamas de las velas petrificadas. Todo a mi alrededor parecía congelado: la sonrisa de mis amigos, los aplausos de mis padres, las burbujas de la coca-cola…Asustado, me acerqué a mi madre y la pasé una mano delante de los ojos. No pestañeó. Y sentí temor a quedarme atrapado para siempre en aquél mundo inmóvil. Quizás fue por la angustia, por la tensión, o por el miedo, el caso es que lo siguiente que recuerdo es despertarme en la cama de un hospital y con mi madre con cara de no haber dormido en cien años.

Mis noches en el hospital habían sido algo habitual durante mi infancia. Sufría desmayos puntuales en momentos de tensión en los que perdía la consciencia y me derrumbaba en el suelo. En un principio los médicos pensaron que se trataba de narcolepsia temprana. Tras descartarlo con las pruebas del sueño, siguieron haciéndome pruebas y más pruebas sin ningún resultado en claro. Mis padres tenían que vivir en una angustia continua pensando que su hijo podría desmayarse en cualquier momento jugando al fútbol con los amigos, nadando en el mar o saltando en las camas elásticas. Tenían que frenar sus impulsos protectores para no encerrarme en una jaula.

Sin embargo, tras el incidente del cumpleaños, los “instantes detenidos” se sucedieron de vez en cuando, y entonces comencé a comprender que todos esos desmayos de la infancia no eran más que el resultado de un poder en mi interior que pugnaba por salir. De alguna manera, mi mente “se cortocircuitaba” cuando el poder emergente amenazaba con hacer estallar todos mis circuitos neuronales en mil pedazos. Mi mente no estaba preparada. Ninguna mente humana estaba preparada aún. Quiero pensar que fue mi abuelo el que accionó el resorte que cambió mi vida. Mi abuelo. Sus ojos perdidos.

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