martes, 22 de mayo de 2012

Martín


Al llegar al tanatorio y doblar la primera esquina del pasillo central, tal y como me habían indicado en recepción,  me encontré de bruces con Martín. No pude ocultar mi cara de sorpresa.  Hacía varios años que no veía a Martín a pesar de que nuestras vidas se habían ido entrecruzando una y otra vez desde que éramos unos críos. Después de seis horas conduciendo de madrugada, con los recuerdos de mi madre agolpándose en mi cabeza y la tristeza como único ocupante del asiento del copiloto de mi coche de segunda mano, ver una cara conocida en la que refugiarme hizo que me fallaran las piernas.
-Martín…qué sorpresa…-acerté a decir antes de sentir un ligero mareo…
- Alfredo, cuidado- advirtió Martín mientras me sujetaba con una sonrisa y me llevaba amablemente hasta un asiento cercano.
Conocí a Martín un 20 de Septiembre. Lo recuerdo porque ese día era mi cumpleaños y me fastidió enormemente que la profesora entrara en clase anunciando que había un chico nuevo con nosotros. Era mi momento, me disponía a repartir caramelos y sugus a toda la clase, cuando aquel niño pálido y pecoso de aspecto asustado y mirada huidiza centró la atención de todos y mi cumpleaños dejó de ser el tema central del día. Estos sucesos puntuales se graban a fuego en la mente de un niño, y más cuando vi como Susana miraba con curiosidad al pecoso sin prestar un solo segundo de su tiempo a mirar el puñado de sugus que le había dejado encima de su mesa. La profesora explicó que Martín venía de otra provincia y que sus padres se habían mudado a nuestro pueblo por trabajo, que debíamos ayudarle y ser amables con él porque había dejado a sus amigos muy lejos. Para colmo, la profesora quitó a mi amigo Juan de mi lado “porque nos pasábamos el día hablando”, y sentó a Martín junto a mí. Debió de notar mi rabia porque me miró una sólo vez y ya no volvió a hacerlo durante esa semana.
Pronto dejé de ver a Martín como un problema. Su actitud callada y retraída hizo que los demás niños dejaran de interesarse por el “chico nuevo” a las pocas semanas. Martín nunca hablaba en clase sino le preguntaban, y respondía siempre con monosílabos o frases cortas. En los recreos se sentaba apartado mientras los demás nos dedicábamos a correr, saltar, molestar a las niñas, competir por ver quién era el más burro. Todos volvíamos enrojecidos y sudorosos a clase mientras el siempre tenía el mismo semblante pálido y taciturno.
En el instituto la cosa empeoró para él. Las chicas simplemente ignoraban su existencia, pero los grupitos de chicos adolescentes siempre buscan víctimas fáciles sobre las que volcar sus energías y Martín tenía todas las características del bicho raro con el que despacharse a gusto. Lejos de mostrarse irritado, Martín siempre mantenía la misma actitud resignada e indiferente. Como si con él no fuera la cosa. Me avergüenza reconocer que yo mismo participaba en esas burlas de forma gratuita, arrastrado por la necesidad de pertenecer al grupo de los fuertes.  La adolescencia no había hecho sino acentuar su delgadez, que unido a su blancura natural y a su forma de vestir, siempre con ropas oscuras, le conferían un aspecto enfermizo y desubicado. En primavera, con todas las niñas luciendo sus vestidos de colores, Martín parecía un grajo en medio de un cuadro de Van Gogh.
Cuando quedaban escasos dos meses para terminar el curso antes de ir a la Universidad, los padres de Nerea murieron en un accidente de tráfico. Nerea era la chica más guapa del instituto y la que tenía el grupo más nutrido de “seguidoras”. Estas “seguidoras” no era más que el coro de animación y aprobación que toda chica popular tenía a su alrededor, deseosas de agradarla en todo momento y convertirse en su mejor amiga y confidente para optar a subir en el escalafón social del instituto. Todas aquellas series y películas americanas de los años ochenta fueron un cimiento sólido en el que se apoyaron este tipo de estructuras sociales de pequeña escala.
Como no podía ser de otra manera, Nerea y sus semejantes sociales solían acumular un compendio de atributos psicológicos dignos de estudio; solían ser, salvo contadas excepciones, chicas engreídas, inmaduras e insensibles. Claro que a nuestros ojos de adolescentes todo eso era algo secundario si te movías en su misma órbita. Todos los satélites y planetoides que girábamos en torno a un astro de este tipo, quedábamos atrapados por su acción gravitatoria sin poder distinguir entre un sol verdadero y un agujero negro. Por ello, cuando después de una semana ausente, Nerea volvió al instituto tras la muerte de sus padres, nadie sabía muy bien como acercarse a ella. Sus “seguidoras” trataban de consolarla con frases hechas que parecían sacadas de una columna de horóscopos semanales. Los chicos, menos dados aún a situaciones melodramáticas, nos quedábamos mirando de lejos con cara de bobalicones. Por eso, todo el mundo se quedó sorprendido cuando Martín se acercó a Nerea y se sentó junto a ella. Esperábamos expectantes que ella descargara su ira sobre él pero sonó la sirena del recreo y todos volvimos a clase con mala gana, dejando a tan inusual pareja sentados en los bancos de cemento al amparo de un sol de justicia. Al salir de clase comprobamos con asombro que seguían allí sentados y que Nerea sonreía. Se levantaron y Nerea le dio un fuerte abrazo para después salir corriendo hacia sus amigas al tiempo que saludaba con la mano a Martín mientras se alejaba. Nadie se atrevía a preguntar a Nerea sobre el motivo del cambio en su estado de ánimo, temerosos de hacerla volver a su estado anterior, y por otro lado nadie tenía la suficiente confianza con Martín como para preguntarle directamente. Así que ese pequeño misterio dotó de cierta aureola de respeto a Martín, al que desde ese día Nerea siempre sonreía y, por ende, todas sus grupies y satélites aledaños.
Sin embargo fue lo que ocurrió en la fiesta fin de curso lo que hizo que Martín dejara de ser visto por todos como aquel niño famélico y callado para convertirse en el chaval que salvó a un adolescente de morir ahogado. La fiesta que acababa con nuestros años de instituto y que dejaba a paso a los años de Universidad para unos y trabajo para otros, se convirtió pronto en un cóctel peligroso de alcohol, bravuconerías y olas enormes levantadas por el viento de levante.  Los machitos queríamos competir para ver quien llegaba nadando más lejos en medio de la oscuridad de la noche. Tras lograr la hazaña y ver como todos mis competidores se retiraban, nadé vigorosamente de nuevo hacia la orilla, envalentonado por mi triunfo. Pero la resaca del mar me arrastraba de nuevo hacia adentro y mis fuerzas se veían mermadas por lA media botella de ron del malo que llevaba en el cuerpo. Comencé a tragar agua, a sentir el agua salada penetrar por mis fosas nasales, a agitar los brazos buscando la superficie, y lo siguiente que recuerdo es el rostro de Martín con su pelo negro rizado goteando sobre mi cara. Tosí y expulsé el agua que se me había quedado dentro, mientras a lo lejos escuchaba sonido de sirenas acercarse. Sirenas que hubieran llegado demasiado tarde si Martín no se hubiese lanzado a por mí. Era irónico que el único chaval que no había querido competir, salvase al ganador de ahogarse, y con ese alarde de madurez que nos otorga la cercanía de la muerte, llamé a la semana siguiente a Martín a casa de sus padres para darle las gracias e invitarle a una cerveza. Ese verano conocí realmente a Martín. Tras ese primer día, quedé a menudo con él para charlar, aunque al principio el que hablaba era yo, y él sólo escuchaba hasta que un día le pregunté:
-¿Qué quieres ser de mayor, Martín ?
-Enterrador.
La cerveza se me quedó a medio trago en la garganta. Lo miré intentando averiguar si estaba de broma, pero claro, él no bromeaba nunca. Lejos de cambiar de tema, la respuesta acrecentó aún más mi curiosidad, pues algo me decía que allí se encontraba el centro de todos los misterios que rodeaban a Martín. Así me enteré poco a poco y después de muchas noches de verano que Martín siempre había querido ser enterrador, desde pequeño, y eso hizo que tuviera fuertes discusiones con sus padres. Lo que en un principio fueron atribuidas a simples rarezas de niño fue tornándose más y más preocupante de cara al futuro. El padre de Martín le daba sermones continuos acerca de labrarse un futuro y no de labrar la tierra para los muertos de los demás. Continuos sarcasmos y burlas dentro del propio núcleo familiar contribuyeron a hundir más una personalidad ya de por sí bastante frágil, o al menos yo lo veía así en aquella época.
-¿ Por qué?, pregunté un día que hablábamos del tema
-¿Por qué, qué?, respondió el.
-¿Por qué quieres ser enterrador¿ Quiero decir, por qué no abogado, ingeniero, electricista, carpintero…o yo que sé, vigilante de seguridad de unos grandes almacenes?
Martín se quedó dudando unos momentos, mirando a la farola de luz titubeante que se encontraba frente a nosotros, y respondió:
-Es complicado de explicar…
Y ahí terminó su disertación. Ésa fue una de nuestras últimas conversaciones de aquel verano. Luego la universidad nos llevó a cada uno por nuestro lado, en provincias distintas y sólo algún día de las vacaciones de veranos nos vimos en el pueblo. Al principio intentamos mantener el contacto, pero antes no era como ahora, con los móviles e internet siempre estás informado al instante de lo que hace cada uno; antes la distancia hacía que la vida de cada uno tomase rumbos tan distintos que cuando te volvías a ver era difícil retomar el camino si no había una base sólida a la que aferrarse. Tras terminar los estudios y mudarme a Madrid, nunca llegué a coincidir en las cada vez más espaciadas visitas que hacía a mis padres. Y ahora Martín volvía a mi vida en un momento bastante complicado, al igual que aquella noche en la playa, cuando vi de cerca la muerte. ¿O quizás era yo el que me cruzaba en la vida de Martín?
-Siento lo de tu madre.
Aquella frase me sacó del pasado para estamparme de lleno contra la nueva realidad. Miré a Martín fijamente y rompí a llorar como un colegial, recordando las mañanas que mi madre me hacía el desayuno para ir al colegio, me preparaba la mochila, me recordaba tres o cuatro veces que me comiera el bocadillo en el recreo y me regañaba cuando en invierno venía sudando en manga corta. “Vas a pillar una pulmonía”, me decía siempre, y a mí lo de la pulmonía me sonaba a castigo divino que venía con el invierno en forma de amenaza constante pero que nunca llegaba. Incluso creo recordar que me regañó una vez por meternos con Martín. Y ahora allí estaba frente a mí, sin haberme podido despedir de ella, sabiendo que nunca volvería a verla sonreír y a abrazarme cada vez que venía a verle.
Y de repente Martín comenzó a hablarme. Era como un pequeño susurro que penetraba en mi cerebro y se instalaba cómodamente allí. Y me habló de mi infancia, de mis juguetes preferidos, de mis dibujos animados favoritos, de las comidas que hacía mi madre, de lo que sentía ella mientras me veía crecer, de lo orgullosa que estaba de su hijo. Me habló de mi perro Kiko, que murió en brazos de mi madre, del segundo cajón de la cómoda del cuarto de mi madre, donde ella guardaba todas mis notas del instituto, de la foto que llevaba en su cartera de cuando me gradué y de la carta que le escribí la primera vez que me fui al extranjero a trabajar, llena de emotividad y agradecimiento a mis padres. Asistí boquiabierto a aquel resumen de mi vida, y sólo pude acertar a balbucear…
-Martín…como sabes…quién te ha contado todo eso?
Martín me sonrío y me dio un fuerte abrazo mientras me decía al oído.
-Tu madre me dice que no llores. Que has sido lo mejor que le ha pasado en la vida y que ella está bien. Te manda un abrazo.
Sentí una oleada de calor con ese abrazo. Me faltaba la respiración y noté un enorme alivio dentro de mí. Estupefacto, miré a Martín con una mezcla de incredulidad y agradecimiento.
-Martín, ¿recuerdas aquella noche en la playa, cuando me sacaste del agua?
-Si, claro…
- Siempre me pregunté porque habías ido a esa fiesta si no hablabas con nadie y no parecías disfrutar en absoluto.
-¿Y?
-No fue una casualidad, ¿verdad?
-¿El qué?
-No te hagas el tonto. No fue casualidad que estuvieras allí ¿verdad?  No me digas nada más. Sólo dime si fue o no casualidad…
Martín me miró fijamente, quizás parecía decidir si confiaba en mí o no…
-No.
Se levantó y se alejó lentamente sumido en mis cavilaciones. Al levantarme vi que había dejado una bolsa de sugus junto a mí.

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails