Subiendo el Paseo de la Castellana, lateral derecho, esquina Bernabéu. Allí encontraréis un hombre enjuto y arrugado. No medirá más de medio metro y para caminar necesita valerse de dos pequeñas muletas hechas a su medida. Su rostro y su cuerpo hacen evidente que la vida se ha cebado con él. Postrado en su esquina, a la sombra del ingente estadio Santiago Bernabéu, este pequeño hombre vende cupones diariamente a pocos metros de donde semana a semana se reúnen miles de personas para jalear a sus ídolos.
El pequeño hombre sonríe a los transeúntes que se paran a comprarle un cupón. Algunos ya le conocen. A veces se acerca alguien paseando su perro y éste inunda de lametones su rostro mientras él ríe y acaricia con sus manos menudas el peludo cuerpo de quien sabe distinguir a las personas por su corazón y no por su cuerpo. Quiero ese poder de los perros. Quiero ver sin los ojos, despojarme de los prejuicios de una sociedad hecha a la medida del ser humano estándar y que deja en la cuneta al que no camina tan rápido como él.
A pocos metros de él juega Cristiano Ronaldo. Lo tiene todo, pero quiere más. Genera antipatía a raudales. A mí no me cae mal, creo que tiene un espíritu ganador inconformista y eso es bueno. Distinto es que no sepa gestionar inteligentemente sus cualidades. A mí no me cae mal, pero no lo admiro. Porque la admiración es algo muy serio. Admirar a alguien significa ponerte en la situación de la otra persona y no estar seguro de poder conseguir lo mismo que él con las mismas condiciones iniciales. Y yo, con las mismas condiciones que Cristiano, creo que lo haría mejor. Sería más inteligente, más cercano, y con el mismo espíritu ganador. Creo que sería capaz de contagiar a la gente de mi entusiasmo.
Y por eso yo admiro al pequeño hombre de la esquina del Bernabéu. Porque creo que yo, con sus mismas condiciones, me hubiera dejado arrastrar por la autocompasión y el conformismo, me hubiera hundido en una espiral de tristeza e incomprensión y no sería capaz de sonreír a las personas y acariciar alegremente a los perros.
Esto, queridos amigos, no es una historia ficticia. Cualquiera que pase por el lateral de la Castellana, subiendo los números pares, antes de llegar a Bernabéu, verá a esta persona. Ahora en invierno se cala un gorro hasta las cejas, se arrebuja en su abrigo y deja el tiempo pasar observando desde abajo a la gente caminar apresurada.
Y yo lo veo ahora cada día.
Y cada día crece mi admiración.