Al doblar la esquina entramos en una ciudad totalmente distinta. Lejos de la aparente decadencia que transmitían las numerosas casas con ventanales rotos y azulejos caídos, la Rúa de Santa Catarina trazaba una línea recta de edificios nuevos y limpios, y aunque algunas fachadas se resistían a abandonar la costumbre de revestirse de azulejos, tan típicos de Oporto, la mayoría guardaban una estética mucho más discreta. Lejos de las calles tortuosas, empinadas y oscuras de los alrededores de la Catedral, esta parte de la ciudad abría sus espacios a la luz y su vista al horizonte. Parecía que toda la gente de la ciudad hubiese salido a pasear sobre aquellas aceras adoquinadas. El día estaba gris y triste pero el bullicio de la gente, las luces de los escaparates y el colorido de los carteles y banderolas, trataban de espantar el sentimiento de nostalgia y melancolía que daba recorrer ciertas partes de la ciudad. Un payaso regalaba globos con forma de animales a los niños. Yo si hubiese sido niño creo que un tipo de dos metros con una peluca roja enorme, sonrisa pintada permanente y zapatos desproporcionados me hubiera dado más miedo que alegría, pero parece ser que los niños se quedan mirando fijamente los globos e ignoran al payaso. Vamos, que igual podría haber estado regalando globos el hombre del saco o Herodes.
La lluvia no parecía tal. No se sabía si las gotas caían o estaban suspendidas en el aire. No sacabas el paraguas porque no parecía que lloviera y a los cinco minutos estabas calado hasta los huesos. La débil neblina que conformaban las gotas se mezclaba además con el humo que desprendían un par de puestos de castañas asadas que me hizo acordarme de mi abuela Ana. Ella tiene un pequeño cazo agujereado de los que se usaban antes para asar castañas, pero en realidad me acuerdo porque asocio el olor a castañas asadas con el otoño y con el 1 de Noviembre, cuando mi abuela siempre hacía boniatos asados y yo esperaba ansioso a perderme en ese sabor dulzón.
Al avanzar por la calle escuchamos una melodía por encima del bullicio general. Parecía el sonido de una flauta o instrumento similar, que lanzaba notas al aire para mezclarlas con la lluvia disfrazada de neblina y el humo acastañado. Una señora mayor, apostada contra la fachada de uno de los edificios, tocaba su instrumento enfrente del Café Majestic, y al verla se me hizo un nudo en la garganta. Esperaba ver tristeza, dolor o soledad en sus ojos. Pero no esperaba ver la nada. Ni siquiera los ojos perdidos de una persona ciega. Entre las cejas y los pómulos, sólo había piel. Tan sólo un pequeño valle entre ambos y cierto aspecto tenso de la piel en esa zona, mostraba que antaño allí quizás habían existido dos ojos, con la misma vida que los que ahora le miran. Me quedé parado pensando en cómo distinguiría el día de la noche, cómo sabría si las calles eran decadentes como las de la zona de la Catedral o nuevas como ésta de Santa Catarina. Me pregunté cómo sería no poder llorar.
Agaché la cabeza y continuamos andando, para perdernos de nuevo por la ciudad antigua, la de las calles tortuosas, edificios ruinosos y alumbrado deficiente. De repente ya no me parecía todo tan decadente.