Andrew nunca había sido un niño “normal”. Su precocidad, asombrosa para los adultos e insultante para sus compañeros, se manifestaba en todos los ámbitos de la vida. Con siete años resolvía sin dilación ecuaciones diferenciales, conocía al dedillo la historia del imperio romano, enumeraba los cien primeros decimales del número pi, y el piano, bajo sus manos, comenzaba a destilar melodías desconocidas hasta entonces por la humanidad. A los doce años, su sed de conocimientos era ilimitada. Tan pronto dedicaba noches enteras a escrutar los cielos con su telescopio como se sumergía en el mundo atómico anotando jeroglíficos ininteligibles en un pequeño cuaderno que una vez rellenado pasaba a formar parte de una legión de libretas ordenadas en sus estanterías.
Pronto se quedaron obsoletos aquellos que pregonaban una inteligencia similar al mismísimo Einstein; los test de inteligencia no eran capaces de abarcar semejante potencia cerebral. Era como intentar medir la altura de un edificio con un metro de costurera. Nadie se extrañó cuando se publicó en grandes titulares que Andrew, a la edad de 19 años había logrado unir la física cuántica, la relatividad general y la teoría de cuerdas, en una Teoría Unificadora que revolucionó el mundo.
Con el tiempo Andrew comenzó a sentir una frustrante punzada de soledad en su interior. Sabía que él era diferente, pero su propia inteligencia lo llevaba a plantearse cuestiones extrañas e inquietantes. Todo el mundo le había contado que tras aquel trágico accidente de tráfico, cuando tenía cinco años, al despertar del coma profundo en el que estuvo vagando entre dos mundos durante casi un año, empezó a mostrar signos inequívocos de una inteligencia especial. Los psicólogos le habían recomendado encarecidamente no profundizar en los escabrosos detalles de aquel trauma, en el que tanto sus padres como sus dos hermanos murieron. No le fue difícil olvidar; no recordaba nada de su anterior vida. Sin embargo, con el paso de los años, aquella pared de olvido levantada tiempo atrás se elevaba ante él como un nuevo desafío al que su mente no podía esquivar. ¿Nunca habéis querido saber que hay tras ese sueño recurrente que todos hemos tenido en alguna ocasión, en el que caes por un precipicio y justo antes de tocar el suelo te despiertas? ¿O que ocurre en aquellos sueños en los que te persiguen y por más que corres no consigues avanzar y va creciendo la angustia de que van a alcanzarte pero nunca lo hacen? ¿Habéis sentido la rabia de llegar al final de un puzle de diez mil piezas y ver que falta la última? Así era la mente de Andrew, un puzzle casi completo con una pieza importante sin colocar, un sueño constante en el que se sabía capaz de aprender y abarcar todo lo imaginable por el ser humano pero en el que había un rincón oscuro y nebuloso que temía y ansiaba conquistar a la vez.
Andrew no podía evitar sospechar que su inteligencia y aquel accidente estaban íntimamente relacionados. Su experiencia y conocimiento le enseñaron que el azar raramente se encuentra en estado puro, y que lo que usualmente llamamos “suerte” no es más que un conjunto de factores entrelazados que no hemos sabido analizar sin más. Pero sus sospechas se tornaron alarma cuando, sentado frente a su madre, le pidió por favor que le hablara de sus padres biológicos y de aquel accidente que decidió el rumbo de su vida, y su madre comenzó a sollozar y a hundir su rostro entre sus arrugadas manos. Se levantó, sacó una carpeta marrón de uno de los cajones de la mesa de la entrada y la puso frente a Andrew. Sintió escalofríos al pensar que todas sus dudas estaban encerradas en esa carpeta, ajada por los años.
- Andrew, algunas cosas es mejor mantenerlas guardadas en el cajón para siempre… -susurró su madre entre lágrimas
- Mamá, no te preocupes. Tú siempre serás mi madre, eres la persona que ha cuidado de mí toda mi vida y la que me acunaba entre sus brazos cuando volvía llorando porque todos los niños me decían que era un bicho raro. Nada de lo que ponga esta carpeta podrá cambiar el amor que siento por ti…-replicó Andrew al tiempo que sacaba unos cuantos folios amarillentos y los desplegaba sobre la mesa…
- Andrew…
Su madre no terminó la frase, al ver el rostro estupefacto de su hijo recorriendo las apretadas líneas de los papeles que estaba examinando. Andrew sintió vértigo primero, indignación después, un vacío indescriptible al final…La verdad era mucho peor de lo que su infalible inteligencia había imaginado. Estaba preparado para conocer la verdad sobre sus padres, la verdad sobre el accidente, la verdad sobre las operaciones a las que tuvo que someterse, la verdad sobre aquel periodo en el que se estuvo debatiendo sobre la vida y la muerte… estaba preparado para todo excepto para que todo fuera mentira. Nunca habría imaginado que todo hubiera sido preparado con tanto detalle para tener un punto de partida, un inicio de la historia de su vida…
Andrew sabía que era diferente a los demás, pero no tan diferente…
De repente se sintió solo. Muy solo, triste y engañado. Miró a su madre y le preguntó con voz temblorosa, insegura, impropia de él:
- Pero…entonces… ¿no soy como vosotros, no siento de la misma forma que vosotros, no pienso como vosotros?
- Hijo mío, estás hecho a nuestra imagen y semejanza. Eres como nosotros, eres mejor que nosotros…
- No mamá, no lo soy. No tengo alma.
Y Andrew, el primer robot humanoide de la historia, comenzó a llorar como nunca lo había hecho.
10 comentarios:
Muy bueno, como de costumbre. Al principio creí que el niño iba a ser Isaac Asimov.
bru-tal!! te aplaudo desde casa, amigo. Muy muy bien llevado, con un final tal vez predecible, pero no por ello peor. Me ha encantado! :)
Me ha recordado con cariño aquella frase..."He visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser... Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia... es la hora, es tiempo de morir."
Me ha encantado.
Buenisimo el relato.
"hecho a nuestra imagen y semejanza.." inquietante...
Cualquier ser con capacidad para pensar por fuerza tiene que tener alma. Me has enganchado, del principio al final.
¡Feliz Navidad, querido Yandros!
Magnífico relato, lleno de emoción y de esperanza en el valor único del ser humano.
Me ha recordado a la primera parte de la película de Stanley Kubrik (póstuma) Inteligencia Artificial, primera parte que te recomiendo encarecidamente que veas. También a la serie Kyle XY, cuya primera temporada me parece fantástica.
Me dejas esperando con impaciencia tú próximo post. Gracias por hacernos pensar y sobre todo disfrutar.
Magnífico relato, lleno de emoción y de esperanza en el valor único del ser humano.
Me ha recordado a la primera parte de la película de Stanley Kubrik (póstuma) Inteligencia Artificial, primera parte que te recomiendo encarecidamente que veas. También a la serie Kyle XY, cuya primera temporada me parece fantástica.
Me dejas esperando con impaciencia tú próximo post. Gracias por hacernos pensar y sobre todo disfrutar.
FBM: Mira, me has dado otra idea jajaj
Yopo: Me alegro que te guste, feliz Navidad compañero!
Pilar: De hecho el nombre de Andrew es un guiño al Hombre Bicentenario, de Isaac Asimov
Barbaria: Pequeños dioses...
Rebeca: Hum, El alma es algo complicado de definir. Lo intentaré en un relato que tengo pensado
Julio: Mira, la de Kyle XY no la he visto, una más para la bibliofriki!
Pues me gustará leer ese relato del "alma".
Bueno, ese guiño a Assimov. Me gusta que escribas, no lo dejes!!
Cristal00k: No lo dejaré, cristal, aunque los relatos cada vez me cuestan más jejeje
Un abrazo
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