Al llegar al tanatorio y doblar
la primera esquina del pasillo central, tal y como me habían indicado en
recepción, me encontré de bruces con
Martín. No pude ocultar mi cara de sorpresa.
Hacía varios años que no veía a Martín a pesar de que nuestras vidas se
habían ido entrecruzando una y otra vez desde que éramos unos críos. Después de
seis horas conduciendo de madrugada, con los recuerdos de mi madre agolpándose
en mi cabeza y la tristeza como único ocupante del asiento del copiloto de mi
coche de segunda mano, ver una cara conocida en la que refugiarme hizo que me
fallaran las piernas.
-Martín…qué sorpresa…-acerté a decir antes de sentir un ligero
mareo…
- Alfredo, cuidado- advirtió Martín mientras me sujetaba con una
sonrisa y me llevaba amablemente hasta un asiento cercano.
Conocí a Martín un 20 de
Septiembre. Lo recuerdo porque ese día era mi cumpleaños y me fastidió
enormemente que la profesora entrara en clase anunciando que había un chico
nuevo con nosotros. Era mi momento, me disponía a repartir caramelos y sugus a toda la clase, cuando aquel niño
pálido y pecoso de aspecto asustado y mirada huidiza centró la atención de
todos y mi cumpleaños dejó de ser el tema central del día. Estos sucesos
puntuales se graban a fuego en la mente de un niño, y más cuando vi como Susana
miraba con curiosidad al pecoso sin prestar un solo segundo de su tiempo a
mirar el puñado de sugus que le había
dejado encima de su mesa. La profesora explicó que Martín venía de otra
provincia y que sus padres se habían mudado a nuestro pueblo por trabajo, que
debíamos ayudarle y ser amables con él porque había dejado a sus amigos muy
lejos. Para colmo, la profesora quitó a mi amigo Juan de mi lado “porque nos pasábamos
el día hablando”, y sentó a Martín junto a mí. Debió de notar mi rabia porque
me miró una sólo vez y ya no volvió a hacerlo durante esa semana.
Pronto dejé de ver a Martín como
un problema. Su actitud callada y retraída hizo que los demás niños dejaran de
interesarse por el “chico nuevo” a las pocas semanas. Martín nunca hablaba en
clase sino le preguntaban, y respondía siempre con monosílabos o frases cortas.
En los recreos se sentaba apartado mientras los demás nos dedicábamos a correr,
saltar, molestar a las niñas, competir por ver quién era el más burro. Todos
volvíamos enrojecidos y sudorosos a clase mientras el siempre tenía el mismo
semblante pálido y taciturno.
En el instituto la cosa empeoró
para él. Las chicas simplemente ignoraban su existencia, pero los grupitos de
chicos adolescentes siempre buscan víctimas fáciles sobre las que volcar sus
energías y Martín tenía todas las características del bicho raro con el que
despacharse a gusto. Lejos de mostrarse irritado, Martín siempre mantenía la
misma actitud resignada e indiferente. Como si con él no fuera la cosa. Me
avergüenza reconocer que yo mismo participaba en esas burlas de forma gratuita,
arrastrado por la necesidad de pertenecer al grupo de los fuertes. La adolescencia no había hecho sino acentuar
su delgadez, que unido a su blancura natural y a su forma de vestir, siempre
con ropas oscuras, le conferían un aspecto enfermizo y desubicado. En
primavera, con todas las niñas luciendo sus vestidos de colores, Martín parecía
un grajo en medio de un cuadro de Van Gogh.
Cuando quedaban escasos dos meses
para terminar el curso antes de ir a la Universidad, los padres de Nerea
murieron en un accidente de tráfico. Nerea era la chica más guapa del instituto
y la que tenía el grupo más nutrido de “seguidoras”. Estas “seguidoras” no era
más que el coro de animación y aprobación que toda chica popular tenía a su
alrededor, deseosas de agradarla en todo momento y convertirse en su mejor
amiga y confidente para optar a subir en el escalafón social del instituto.
Todas aquellas series y películas americanas de los años ochenta fueron un
cimiento sólido en el que se apoyaron este tipo de estructuras sociales de
pequeña escala.
Como no podía ser de otra manera,
Nerea y sus semejantes sociales solían acumular un compendio de atributos
psicológicos dignos de estudio; solían ser, salvo contadas excepciones, chicas
engreídas, inmaduras e insensibles. Claro que a nuestros ojos de adolescentes
todo eso era algo secundario si te movías en su misma órbita. Todos los
satélites y planetoides que girábamos en torno a un astro de este tipo,
quedábamos atrapados por su acción gravitatoria sin poder distinguir entre un
sol verdadero y un agujero negro. Por ello, cuando después de una semana
ausente, Nerea volvió al instituto tras la muerte de sus padres, nadie sabía
muy bien como acercarse a ella. Sus “seguidoras” trataban de consolarla con
frases hechas que parecían sacadas de una columna de horóscopos semanales. Los
chicos, menos dados aún a situaciones melodramáticas, nos quedábamos mirando de
lejos con cara de bobalicones. Por eso, todo el mundo se quedó sorprendido
cuando Martín se acercó a Nerea y se sentó junto a ella. Esperábamos
expectantes que ella descargara su ira sobre él pero sonó la sirena del recreo
y todos volvimos a clase con mala gana, dejando a tan inusual pareja sentados
en los bancos de cemento al amparo de un sol de justicia. Al salir de clase
comprobamos con asombro que seguían allí sentados y que Nerea sonreía. Se
levantaron y Nerea le dio un fuerte abrazo para después salir corriendo hacia
sus amigas al tiempo que saludaba con la mano a Martín mientras se alejaba.
Nadie se atrevía a preguntar a Nerea sobre el motivo del cambio en su estado de
ánimo, temerosos de hacerla volver a su estado anterior, y por otro lado nadie
tenía la suficiente confianza con Martín como para preguntarle directamente.
Así que ese pequeño misterio dotó de cierta aureola de respeto a Martín, al que
desde ese día Nerea siempre sonreía y, por ende, todas sus grupies y satélites aledaños.
Sin embargo fue lo que ocurrió en
la fiesta fin de curso lo que hizo que Martín dejara de ser visto por todos
como aquel niño famélico y callado para convertirse en el chaval que salvó a un
adolescente de morir ahogado. La fiesta que acababa con nuestros años de
instituto y que dejaba a paso a los años de Universidad para unos y trabajo
para otros, se convirtió pronto en un cóctel peligroso de alcohol,
bravuconerías y olas enormes levantadas por el viento de levante. Los machitos queríamos competir para ver
quien llegaba nadando más lejos en medio de la oscuridad de la noche. Tras
lograr la hazaña y ver como todos mis competidores se retiraban, nadé
vigorosamente de nuevo hacia la orilla, envalentonado por mi triunfo. Pero la
resaca del mar me arrastraba de nuevo hacia adentro y mis fuerzas se veían
mermadas por lA media botella de ron del malo que llevaba en el cuerpo. Comencé
a tragar agua, a sentir el agua salada penetrar por mis fosas nasales, a agitar
los brazos buscando la superficie, y lo siguiente que recuerdo es el rostro de
Martín con su pelo negro rizado goteando sobre mi cara. Tosí y expulsé el agua
que se me había quedado dentro, mientras a lo lejos escuchaba sonido de sirenas
acercarse. Sirenas que hubieran llegado demasiado tarde si Martín no se hubiese
lanzado a por mí. Era irónico que el único chaval que no había querido
competir, salvase al ganador de ahogarse, y con ese alarde de madurez que nos
otorga la cercanía de la muerte, llamé a la semana siguiente a Martín a casa de
sus padres para darle las gracias e invitarle a una cerveza. Ese verano conocí
realmente a Martín. Tras ese primer día, quedé a menudo con él para charlar,
aunque al principio el que hablaba era yo, y él sólo escuchaba hasta que un día
le pregunté:
-¿Qué quieres ser de mayor, Martín ?
-Enterrador.
La cerveza se me quedó a medio
trago en la garganta. Lo miré intentando averiguar si estaba de broma, pero
claro, él no bromeaba nunca. Lejos de cambiar de tema, la respuesta acrecentó
aún más mi curiosidad, pues algo me decía que allí se encontraba el centro de
todos los misterios que rodeaban a Martín. Así me enteré poco a poco y después
de muchas noches de verano que Martín siempre había querido ser enterrador,
desde pequeño, y eso hizo que tuviera fuertes discusiones con sus padres. Lo
que en un principio fueron atribuidas a simples rarezas de niño fue tornándose
más y más preocupante de cara al futuro. El padre de Martín le daba sermones
continuos acerca de labrarse un futuro y no de labrar la tierra para los
muertos de los demás. Continuos sarcasmos y burlas dentro del propio núcleo
familiar contribuyeron a hundir más una personalidad ya de por sí bastante
frágil, o al menos yo lo veía así en aquella época.
-¿ Por qué?, pregunté un día que hablábamos del tema
-¿Por qué, qué?, respondió el.
-¿Por qué quieres ser enterrador¿ Quiero decir, por qué no abogado,
ingeniero, electricista, carpintero…o yo que sé, vigilante de seguridad de unos
grandes almacenes?
Martín se quedó dudando unos
momentos, mirando a la farola de luz titubeante que se encontraba frente a
nosotros, y respondió:
-Es complicado de explicar…
Y ahí terminó su disertación. Ésa
fue una de nuestras últimas conversaciones de aquel verano. Luego la
universidad nos llevó a cada uno por nuestro lado, en provincias distintas y
sólo algún día de las vacaciones de veranos nos vimos en el pueblo. Al
principio intentamos mantener el contacto, pero antes no era como ahora, con
los móviles e internet siempre estás informado al instante de lo que hace cada
uno; antes la distancia hacía que la vida de cada uno tomase rumbos tan
distintos que cuando te volvías a ver era difícil retomar el camino si no había
una base sólida a la que aferrarse. Tras terminar los estudios y mudarme a
Madrid, nunca llegué a coincidir en las cada vez más espaciadas visitas que
hacía a mis padres. Y ahora Martín volvía a mi vida en un momento bastante
complicado, al igual que aquella noche en la playa, cuando vi de cerca la
muerte. ¿O quizás era yo el que me cruzaba en la vida de Martín?
-Siento lo de tu madre.
Aquella frase me sacó del pasado
para estamparme de lleno contra la nueva realidad. Miré a Martín fijamente y
rompí a llorar como un colegial, recordando las mañanas que mi madre me hacía
el desayuno para ir al colegio, me preparaba la mochila, me recordaba tres o
cuatro veces que me comiera el bocadillo en el recreo y me regañaba cuando en
invierno venía sudando en manga corta. “Vas a pillar una pulmonía”, me decía
siempre, y a mí lo de la pulmonía me sonaba a castigo divino que venía con el
invierno en forma de amenaza constante pero que nunca llegaba. Incluso creo
recordar que me regañó una vez por meternos con Martín. Y ahora allí estaba
frente a mí, sin haberme podido despedir de ella, sabiendo que nunca volvería a
verla sonreír y a abrazarme cada vez que venía a verle.
Y de repente Martín comenzó a
hablarme. Era como un pequeño susurro que penetraba en mi cerebro y se
instalaba cómodamente allí. Y me habló de mi infancia, de mis juguetes
preferidos, de mis dibujos animados favoritos, de las comidas que hacía mi
madre, de lo que sentía ella mientras me veía crecer, de lo orgullosa que
estaba de su hijo. Me habló de mi perro Kiko, que murió en brazos de mi madre,
del segundo cajón de la cómoda del cuarto de mi madre, donde ella guardaba
todas mis notas del instituto, de la foto que llevaba en su cartera de cuando
me gradué y de la carta que le escribí la primera vez que me fui al extranjero
a trabajar, llena de emotividad y agradecimiento a mis padres. Asistí
boquiabierto a aquel resumen de mi vida, y sólo pude acertar a balbucear…
-Martín…como sabes…quién te ha contado todo eso?
Martín me sonrío y me dio un
fuerte abrazo mientras me decía al oído.
-Tu madre me dice que no llores. Que has sido lo mejor que le ha pasado
en la vida y que ella está bien. Te manda un abrazo.
Sentí una oleada de calor con ese
abrazo. Me faltaba la respiración y noté un enorme alivio dentro de mí.
Estupefacto, miré a Martín con una mezcla de incredulidad y agradecimiento.
-Martín, ¿recuerdas aquella noche en la playa, cuando me sacaste del
agua?
-Si, claro…
- Siempre me pregunté porque habías ido a esa fiesta si no hablabas con
nadie y no parecías disfrutar en absoluto.
-¿Y?
-No fue una casualidad, ¿verdad?
-¿El qué?
-No te hagas el tonto. No fue casualidad que estuvieras allí ¿verdad? No me digas nada más. Sólo dime si fue o no
casualidad…
Martín me miró fijamente, quizás
parecía decidir si confiaba en mí o no…
-No.
Se levantó y se alejó lentamente
sumido en mis cavilaciones. Al levantarme vi que había dejado una bolsa de
sugus junto a mí.
14 comentarios:
Escribes tan convincentemente bien que no sé si es ficción o realidad.
¡uys, el sexto sentido! mira que estás cositas me ponen los pelos de punto, para esto siempre me tiro a la parte científica, lo desconocido a veces da mucho miedo.
En esta curva de espacio-tiempo que nos comprende,la percepción humana tan imperfecta para la mayoría,mejora en algunos especímenes, como en tu Martín.
Según como se viva,¿don o maldición?
Excelente, Yandros.
P.D.: repasa el último párrafo, creo que falta un "dejándome" :)
Ha sido un placer sumergirme en tu relato, y en estos días tan feos, un verdadero privilegio disfrutarte.
Un saludo
Gracias a todos por pasaros a pesar de mi ausencia. Además del trabajo habitual, llevo unos meses haciendo un curso en la escuela de escritores y no tengo tiempo para el blog. Este es uno de los resultados del curso. Busco otras formas de escribir, acercarme más a la realidad, intentar eliminar ciertos vicios y explorar otros recursos...
Veremos si con el tiempo merece la pena
Un abrazo a todos
¡Buenas! me ha encantado. Con permiso, me quedo un ratito.
Así que te vas a dedicar a escribir en serio ¡pero que guay Yandros! tú siempre desplegando tus intereses, cuando me haces tus discursos, sé que no me dices las cosas por decir, hay quien dice pero no tiene fe en ello, pero tú eres consecuente con tus palabras.
Me ha gustado mucho tu historia, Yandros.
Y permite que te diga que me ha recordado al Demian, de Hermann Hesse, y a la extraña, casi mágica, relación entre éste y el protagonista, Emil Sinclair.
Sí, tu Martín se parece a Demian. Toda una fortuna conocerle.
Un saludo, Yandros.
Vaya Yandros. Tu relato me llamaba desde que apareció colgado en una esquínita de mi blog y hoy ha sido el día para venir a leerte. Me ha parecido una historia emotiva y , y la manera de contarlo hace que casi te deslices por los renglones. He disfrutado con su lectura de principio a fin y,aunque no entre mucho a comentar tus historias, has de saber que nunca me dejan indiferente. Un abrazo.
Pensadora: Esta es tu Torre, como la de todos los que vienen a husmear un poco jejeje. Bienvenida
Rebeca: Hombre, en serio en serio no diría yo tanto. Digamos que quiero profundizar un poco e intentar enmendar un poco mi escasa formación literaria...
Antonio: Muchas gracias, pero ahora me da mas miedo el relato que antes...
Maria Sur: Me alegro de que te guste, estoy intentando abrir nuevos horizontes para que no me tachéis de friki ajjaja. Aunque como ves, uno nunca puede desvincularse de sus orígenes
Qué gusto venir por aquí después de un montón de tiempo y disfrutar de relatos como éste. Me ha gustado mucho la historia, has sabido mantener el misterio, porque al menos yo, he llegado a dudar si es que Martín veía fantasmas, o es que él era uno, o simplemente era un flipao del tema "muerte".
He decirte que la última frase, la de los sugus, me ha parecido maravillosa; ha sido como hacerle una lazada a un regalo, uniendo su primer recuerdo de Martin con el último de forma sutil y delicada.
Y como sé que lo vas a agradecer, te haré una pequeña y humilde opinión-crítica..
He tenido la sensación durante la lectura de que quizás decías "Martin" demasiadas veces. Aunque si lo has hecho a conciencia para recalcar su protagonismo, entonces está totalmente justificado.
Y por otro lado, yo creo que el relato ganaría fuerza e impacto si en la conversación final no fueras tan explícito. Si en vez de contestar Martin con un "no fue casualidad", dejara cierto halo de misterio y en vez de contestar simplemente callara y dejara escapar una sonrisa pícara o un guiño cómplice, estaría respondiendo igualmente, pero dejando un poco más libre la imaginación del protagonista y de lector, no sé si me explico. O cerrar el final dando incluso menos explicaciones, sólo pinceladas que dejen sitio a la imaginación y la intuición; que al lector no le gusta que se lo den todo mascado tampoco.
Y ya despidiéndome, sólo me queda decirte que te felicito, y aunque hiciera tiempo que no venía, ya sabes que tengo debilidad por ti y tus relatos, jejeje!
Besos. Angie.
Yo quiero q me presentes a Martin. De vez en cuando, necesito un ángel.
Un besico.
Seguramente encontrarse con Martín debe ser un lujo, pero a mí me daría mal rollo...
Está fenomenal que te formes para mejorar el estilo, combinar esa imaginación desbordante que tienes con un poco de teoría para escribir mejor, te hará aún más atractivo :)
Angie: Que alegria que te pases por aqui de vez en cuando! Gracias por tus consejos, revisaré el texto a ver si me convence lo que propones jejeej
Sara: Huy, si se te acerca Martín es que algo tiene que decirte, que mal rollito
Camaleona: Estamos en el camino, a ver dónde acabamos
Publicar un comentario