sábado, 27 de noviembre de 2010

Paseo de la Castellana, esquina Bernabéu



Subiendo el Paseo de la Castellana, lateral derecho, esquina Bernabéu. Allí encontraréis un hombre enjuto y arrugado. No medirá más de medio metro y para caminar necesita valerse de dos pequeñas muletas hechas a su medida. Su rostro y su cuerpo hacen evidente que la vida se ha cebado con él. Postrado en su esquina, a la sombra del ingente estadio Santiago Bernabéu, este pequeño hombre vende cupones diariamente a pocos metros de donde semana a semana se reúnen miles de personas para jalear a sus ídolos.
El pequeño hombre sonríe a los transeúntes que se paran a comprarle un cupón. Algunos ya le conocen. A veces se acerca alguien paseando su perro y éste inunda de lametones su rostro mientras él ríe y acaricia con sus manos menudas el peludo cuerpo de quien sabe distinguir a las personas por su corazón y no por su cuerpo. Quiero ese poder de los perros. Quiero ver sin los ojos, despojarme de los prejuicios de una sociedad hecha a la medida del ser humano estándar y que deja en la cuneta al que no camina tan rápido como él.
A pocos metros de él juega Cristiano Ronaldo. Lo tiene todo, pero quiere más. Genera antipatía a raudales. A mí no me cae mal, creo que tiene un espíritu ganador inconformista y eso es bueno. Distinto es que no sepa gestionar inteligentemente sus cualidades. A mí no me cae mal, pero no lo admiro. Porque la admiración es algo muy serio. Admirar a alguien significa ponerte en la situación de la otra persona y no estar seguro de poder conseguir lo mismo que él con las mismas condiciones iniciales. Y yo, con las mismas condiciones que Cristiano, creo que lo haría mejor. Sería más inteligente, más cercano, y con el mismo espíritu ganador. Creo que sería capaz de contagiar a la gente de mi entusiasmo.
Y por eso yo admiro al pequeño hombre de la esquina del Bernabéu. Porque creo que yo, con sus mismas condiciones, me hubiera dejado arrastrar por la autocompasión y el conformismo, me hubiera hundido en una espiral de tristeza e incomprensión y no sería capaz de sonreír a las personas y acariciar alegremente a los perros.
Esto, queridos amigos, no es una historia ficticia. Cualquiera que pase por el lateral de la Castellana, subiendo los números pares, antes de llegar a Bernabéu, verá a esta persona. Ahora en invierno se cala un gorro hasta las cejas, se arrebuja en su abrigo y deja el tiempo pasar observando desde abajo a la gente caminar apresurada.
Y yo lo veo ahora cada día.
Y cada día crece mi admiración.



martes, 2 de noviembre de 2010

Océano de balasto


De pequeño me monté alguna vez que otra en el tren con mi abuelo. Un tren de los de antes, con asientos de skay color rojo oscuro, agarraderas de cuero y un traqueteo incesante y soporífero. Las puertas del tren iban abiertas en un desesperado intento por disimular los asfixiantes cuarenta grados que abrasaban el campo de mi Andalucía de interior. Me llamaban la atención aquellas piedras grises sobre las que volaba el tren, los hilos que le conferían un aspecto enigmático y titiritero, las maderas que, colocadas a modo de escalera horizontal, cosían rítmicamente unos raíles que se perdían en el infinito. Todo el mundo se paraba cuando pasaba el tren, y veías a la gente haciendo cola en los pasos a nivel, mirando desde abajo el monstruo de metal que cruzaba sus destinos.
Los tiempos cambian. Esperando en la estación del AVE, observo el océano grisáceo de las mismas piedras que antaño me fascinaban, surcado por una marea de líneas rectas, perfectas, paralelas, interminables. A simple vista todo sigue igual. Pero al bajar la vista compruebo que el acero se ha divorciado de la madera y ahora, unas elegantes traviesas de hormigón unen la vida de dos raíles solitarios. Los postes de catenaria, otrora del mismo gris impersonal que el balasto (con el tiempo pude ponerle nombre a esas piedras sobre las que duerme la vía), ahora se disfrazan de azul eléctrico. La estación, vanguardista y funcional, concentra viajeros apresurados entre sus paredes de cristal. Pocos bancos y mucho espacio. Atrás quedaron las estaciones de blanco encalado, arcos rústicos, enormes relojes y un señor con gorra y bandera al que todo el mundo esperaba con ansiedad.
Hoy eché de menos el "pasajeros al tren" que cada jefe de estación entonaba a su manera. La robótica voz que te informa del recorrido del tren y agradece que viajes con ellos, no tiene el mismo encanto.
Al subir al tren, repleto de gente con móviles, ipods, ordenadores portátiles, consolas y algún que otro e-book, caí en la cuenta de que los tiempos cambian. No tiene porqué ser a mejor ni a peor. Simplemente cambian.
Me entristeció no ver a ningún abuelo con su nieto.

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