sábado, 16 de junio de 2012

Oferta Laboral


Estaba  solo en el bar cuando leí aquel anuncio en el periódico. No era de extrañar que estuviera solo; un bar situado en un bajo donde la  luz no entra ni de rebote, las paredes rezuman grasa  y un olor nauseabundo se filtra a través de las rejillas de desagüe de la entrada, quizás no sea el mejor escenario para pasar un rato de charla con los amigos. A mí, sin embargo, me servía de refugio diario para evitar el frío de la calle y la tristeza de mi piso de alquiler. Mariano, el dueño, se echaba la siesta en el catre que tenía metido a presión en el cuartucho que hacía de almacén y que sólo servía para ver cómo se caducaban hasta los botellines de fanta. Mira que yo se lo decía una y otra vez, que la fanta sólo la beben los niños y allí no entraba ningún niño, sólo ancianos decrépitos que tomaban coñac y carajillos, y de vez en cuando alguna persona ocasional, bien por despiste o bien porque no encontraba nada más apropiado para ir al servicio. Claro que eso pensaba antes de entrar al habitáculo al que Mariano había escrito con tiza sobre la puerta “toilete”: un agujero hecho en el suelo, de fondo inescrutable, una cisterna estropeada y un rollo de papel higiénico colgando de un clavo en la pared, era el “toilete” de Mariano. A más de uno he visto yo que salía del baño con peor cara que cuando entró, para luego terminar de rematarlo  el olor a fritanga que flotaba en el ambiente como una hongo tóxico imposible de disipar. Por no hablar de cuando entraba alguna chica. La mayoría asomaban la nariz por el garito y huían despavoridas como  si hubieran visto un gato de tres cabezas. Algunas, las menos, hacían el amago de irse, titubeaban, finalmente entraban, saludaban, pedían  un  caféconlechedescafeinadocortodecafé-conlalechetempladaydosdesacarina y miraban la puerta del  “toilete” de reojo. Mientras removían aquel potingue negruzco con una de las cinco cucharillas que tenía Mariano, se leía claramente en su rostro que se debatían entre la urgencia propia  del cuerpo humano y las llamadas de alertas racionales que envía el cerebro para advertir de un peligro inminente.  Unas cuantas osadas (o desesperadas) llegaban a dar dos pasos hacia la puerta. Al menos tres que yo recuerde la abrieron. Ninguna la cruzó.

En realidad ví el anuncio por casualidad. Buscar en las páginas de ofertas de trabajo de los periódicos se había convertido en un mecanismo tan rutinario que mis ojos seleccionaban los anuncios de forma automática. Al principio apuntaba casi todas con un rotulador rojo, mientras tomaba sorbos de café. La mayoría buscaban gente joven y rondar los cuarenta prácticamente debe ser una especie de estigma social hoy día, aunque tuvieras estudios universitarios y másteres para empapelar el “toilete” de Mariano si hiciera falta; las pocas entrevistas que hacía solían acabar en un “ya te llamaremos”  tan usado que ya sonaba como 
aquellas frases que decían las chicas en la adolescencia de “te quiero como un amigo”, lo cual venía a significar que no sólo te daban calabazas sino que además tenían todo el derecho del mundo a contarte sus aventuras y desventuras con los novietes de turno. 
Así que cuando derramé el café sobre el periódico en la última página de anuncios sólo me quedaron tres legibles. Las dos primeras eran ofertas para telefonistas de una empresa de servicios, lo que venía a ser chicas para el teléfono erótico. Así que me fui a la tercera por eliminación, que rezaba así: 

Se ofrece trabajo para empresa del sector farmacéutico. Preferiblemente varón, de entre 35-45 años, no se precisa experiencia en el sector. Disponibilidad total de horarios. Interesados enviar CV a C/ Hermenegildo 7. Madrid. 
Me extrañó que no hubiera un teléfono ni una dirección de correo electrónica. Para ser una empresa farmacéutica estaba algo desfasada tecnológicamente.  
Decidí  ir en persona a llevar mis datos. Me sorprendió encontrarme en una urbanización a medio construir con la mayoría de las calles sin asfaltar, las zanjas de los cables abiertas y alguna que otra excavadora a la vista. No había ni un alma. Una de las pocas calles acabadas era la del anuncio, pero la mitad de las casas parecían cerradas, con los patios en barbecho y los carteles de “Se vende” colgando de los balcones. Eso es lo que ha hecho esta crisis con las nuevas urbanizaciones; cambiar las macetas por carteles, los perros falderos por los gatos callejeros y los coches en las puertas de las casas por excavadoras sin conductor. La número 7 al menos tenía buzón. Llamé al timbre pero no parecía funcionar. Golpeé la puerta con los nudillos pero  no contestó nadie. Metí el curriculum en el buzón con una mezcla de frustración y rabia. Al menos pude introducir los dedos de la mano y sacar otros dos papeles que había dentro. La necesidad nos hace mezquinos y egoístas, pero a estas profundidades, el instinto de supervivencia se impone a la ética. Raúl Portero y Ernesto Valbuena habían llegado demasiado pronto. 
No tenía muchas esperanzas de conseguir algo de todo aquello, pero aún así decidí ir al día siguiente para ver si alguien había tenido la misma idea que yo y había retirado mi curriculum. Al salir del portal me topé de bruces con un tipo alto enfundado en un impecable traje gris. Su aspecto pulcro y cuidado contrastaba con los grafittis de la fachada del edificio.


- Perdón, ¿es usted Iñaki Valdivieso?- me preguntó  
- Si, perdone, pero no le conozco…-acerté a decir, arrepintiéndome al segundo de darle aquella información a un tío que parecía sacado de  la serie Starsky y Hutch, aunque por otro lado yo no recordaba deberle dinero a nadie menos al banco… 
- Si, me ha parecido reconocerle por la foto del curriculum que dejó usted ayer… 
Debí quedarme con cara de haber visto entrar por primera vez a una chica en el “toilete” de Mariano. ¿Qué clase de trabajo era uno que dejabas un papel en un buzón de una casa que parecía abandonada y al día siguiente venía buscarme un yuppie con un traje recién sacado de la fábrica de Emilio Tucci?  
- Si le parece podemos ir a tomar un café a algún sitio y charlamos… 
- Si claro- balbuceé mientras descartaba rápidamente la idea de llevarlo al bar de Mariano. 
Además de las cualidades ya relatadas del bar, a esa hora debían de estar Juan “el pelao” y sus amigos octogenarios aporreando la única mesa disponible con las fichas de dominó a la voz de “¡me doblo!, ¡ paso a pitos!,” en una jerga tan sólo descifrable por los apasionados del juego y que parece imprescindible ser utilizada a voces. Decidí ir a la pastelería que estaba al otro lado de la avenida, donde ya empezaban los chalets y las casas de los que podían permitirse comprarse un pastelito de 3 euros de vez en cuando, con la esperanza puesta en que el tipo de la chaqueta invitase y no me viese condenado a pasar los últimos días del mes recurriendo de nuevo a mis padres.


Durante los quince minutos que duró el trayecto, aquel tipo dijo llamarse Ramón Santaella y representar a una empresa líder en productos farmaceúticos en lo que al Departamento de Innovación y Desarrollo se refería. A mí cada vez me sonaba todo aquello más a chino, por no decir a chamusquina. Pero cuando la necesidad encuentra como aliada a la curiosidad,  toda llamada a la prudencia es inútil. Nos sentamos en un rincón de la pastelería, y me contó que el trabajo para el que buscaban personal era algo “especial” y que requería la máxima confidencialidad. Nunca me he caracterizado por mi paciencia, y, fiel a mi filosofía de ser lo más claro y directo posible (lo que en realidad me había traído pocos beneficios en la vida), le dije la verdad a las claras: que llevaba más de cinco años sin trabajo, mal viviendo con ayudas de mis padres, subvenciones gubernamentales y de los pocos ahorros que me quedaron al vender el coche, los muebles y poder deshacerme de  la hipoteca que tenía. Que yo lo que quería era trabajar, no me importaba trabajar de noche, de día, lloviendo o granizando, en fin de semana o el día de Navidad. Que me daba igual lo que fuera el trabajo, como si tenía que pasear a los perros de los directivos y enseñarles a traerles las zapatillas… 
-Bueno, y ¿está dispuesto usted a correr ciertos…riesgos? 
-Sí. 
Lo dije así, sin pestañear, y deseando que fuera verdad, que tuviera que ir a repartir fármacos al cuerno de África o donde fuera a ver si me pillaban los piratas de los cojones y al menos salía en la tele. El tipo debió quedarse impresionado por mi rotundidad, porque unas cuantas charlas después, miles de papeles firmados jurando  y perjurando que toda la culpa de mi muerte sería mía y prácticamente apostillando en sangre que la empresa no tenía ninguna responsabilidad sobre aquello que me ocurriese,  por fin pude acudir a mi nuevo y flamante puesto de trabajo.  
Lo malo es que sólo cobraba por cada experimento que iban a hacer sobre mí, no era un sueldo fijo. Pero bueno. Cincuenta mil euros al contado y sin declarar, bien valía que te inyectaran aquel fluido viscoso.
Fue más tarde cuando empecé a notar los primeros síntomas. Pero ésa ya es otra historia… 




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