domingo, 25 de diciembre de 2011

Un día de suerte (Cuento de Navidad)

Aquella mañana me desperté encogido por el frío y aturdido por la luz del sol que se filtraba entre mis cartones. Putos cartones. La gente tiraba los cartones para que no estorben en sus casas y yo sin embargo tenía que cogerlos para hacerme una. Antes eran fáciles de coger, pero ahora, con tanto reciclaje, los cartones están rotos y no es fácil encontrar alguno que pueda cubrirme entero. Menos mal que hay gente demasiado perra para partirlos y prefieren abandonarlos junto al contenedor. Alguna vez hasta se han olvidado piezas dentro. Me los imaginaba poniendo patas arriba sus casas buscándolas o reclamando en la tienda que el cachivache que habían comprado venía incompleto…

No sabía dónde me encontraba. La desorientación es algo habitual entre los que dormíamos una noche en una plaza, otra en un banco, esquina, cajero o callejón. Sin embargo el inconfundible olor a calamares fritos de la Plaza Mayor me hizo recordar que el día anterior había intentado conseguir que el camarero de uno de los bares de los soportales de la plaza me regalara alguno de esos bocadillos rebosantes de calamares. Llevar tres días sin probar bocado y oler esa fritanga es como un puñetazo al estómago para recordarle que está vacío. Me quedé a dormir cerca para intentarlo de nuevo por la mañana; siempre hay algún “guiri” que se apiada de un muerto de hambre …

Al levantar la vista vi dos señoras parloteando frente a mí. Tardé un rato en comprender que hablaban de mí. Seguramente estarían asqueadas de ver un mendigo en su bonita plaza. Me levanté y empecé a recoger mis cosas para intentar conseguir algo de comer antes de que viniera la policía, cuando una de las señoras, se dirigió a mí:

- - Oiga, ¿sabe qué día es hoy?

Se me ocurrieron tantas cosas que decirle que se me amontonaron todas en la boca y me quedé sin decir nada. El día de la paga de fin de mes, el día de los santos inocentes, el día de las rebajas en el corte inglés…¿Qué cojones me importará a mí el día que es? Luego miré la plaza de reojo y recordé los puestos, el tiovivo y el gentío de anoche…

- - ¡Es Nochebuena!- exclamó la cacatúa sin darme tiempo a responder.

- - Qué bien - repliqué yo sin mucho entusiasmo mientras seguía recogiendo mis cosas.

De reojo ví que la más bajita de las dos se daba la vuelta mientras que la que me había hablado daba un paso hacia delante al tiempo que volvía a dirigirse a mí:

- -Verá, mi hermana y yo creemos que en Nochebuena todo el mundo debería estar feliz, y aunque no podemos arreglar el mundo, nos gusta invitar a cenar esta noche a alguna persona que lo necesite. Si todo el mundo invitara a alguien en Nochebuena, nadie estaría solo…

Me debatí entre echarme a sus pies y mandarlas a la mierda. A ver cómo le explicaba que para mí la Nochebuena es una noche de frío de pelotas, donde la gente se refugia en sus casas y brindan con champán, no hay un alma en la calle a quien pedir limosna, y los que hay van tan borrachos que lo más que puedo recibir es una paliza. Lo único bueno que tiene es el puñetero Papá Noel, que deja un montón de cartones en los contenedores. “Esta gente que se dedica a lavar la conciencia una vez al año me da más patadas al estómago que el recuerdo del bocadillo de calamares”, pensé. Pero claro, el recuerdo del olor de ese bocadillo que me espera al otro lado de la plaza me sugería que fuera inteligente y no me dejara llevar por mis más bajos instintos;

- -Yo me contentaría con un bocadillo de calamares…-repuse esperanzado…

- - Huy, un bocadillo de calamares dice, ¡que gracioso! ¡ Le vamos a dar a usted una cena que ni se imagina, que calamares ni calamares!

- - Pero si los calamares están muy ricos…-intenté por última vez sintiendo como se alejaban de mí aquellos aros dorados y brillantes…

- - Nada, nada, se viene usted con nosotras que tendrá que lavarse un poco…, pasaremos por alguna tienda para comprarle algo de ropa

Me sentí como un prisionero al que le ponen condiciones humillantes para conseguir su libertad. Siempre he sido un pelín orgulloso y quizás ese orgullo es el que me había llevado a noches de cartón y camas de baldosas municipales, así que intenté contener mi ira y levantándome les dije:

- - ¿Y no les importaría que comiésemos ya en vez de esperar a la noche? Es que llevo tres días sin comer…

- - Pero hombre, hay que preparar las cosas y todo, no sea usted impaciente…-contestó la vieja con la despreocupación de quien tiene la cabeza vacía y el estómago lleno…

Me llevaron a un enorme ático en el Barrio de Salamanca. “Deben estar forradas estas cabronas”, pensé entonces. La hermana más alta no paraba de parlotear mientras que la bajita no me quitaba ojo de encima. No se fiaba mucho y no le puedo culpar por ello; mi ropa hacía tiempo que había dejado de tener un color definido, mi pelo arrastraba consigo toda la suciedad del aire de Madrid junto con lo que recogía de mis almohadas improvisadas, la barba crecía sin orden ni concierto enmarañándose en una red imposible de arreglar y a mi alrededor el aire se hacía irrespirable. Sentí vergüenza; la pena ya la había dejado atrás hacía tiempo.

El piso estaba tibio al entrar. El salón parecía un museo de muebles antiguos; sillones y sofás de aspecto mullido, alfombras de varios estilos, lámparas de forja, mesas de caoba, sillas que debían pesar una tonelada, cortinas de terciopelo, un par de relojes de cuco y un enorme carrillón que sonaba como el mismísimo infierno…Me empujaron amablemente hacia el baño no sin antes entregarme la ropa que habían comprado de camino. El baño era mucho más grande que alguno de los cajeros donde había dormido últimamente. No recordaba la última vez que me había dado una ducha de agua caliente. Es curioso como el agua parece llevarse no sólo la mugre exterior. Las noches heladas, los días sin otra meta más que llegar al día siguiente, los recuerdos de un pasado difícil, los rostros de los que te dejaron atrás cuando la vida se empezó a torcer…todo parecía irse por el mismo desagüe que el agua para dejar paso a un hombre nuevo. Recorté la barba y el pelo, que ya se confundían en una sola madeja, con las tijeras que me habían prestado, me afeité con la cuchilla que compraron y al mirarme de nuevo al espejo comencé a pensar que después de todo, estas ancianas no me caían tan mal.

No había vivido una noche igual desde aquellos felices tiempos de hacía más de una década, cuando nos reuníamos toda la familia a escuchar el mensaje navideño del Rey, que a mí siempre me sonaba igual, pero que conmovía a mis padres y hacía aplaudir a rabiar a mi abuelo. El olor mezclado a gambas cocidas, a consomé, y a asado al horno me transportaron a la cocina de mi abuela, a los besos repetidos en las mejillas mientras intentaba zafarme para coger un mazapán, a los cachetes de mi madre por no hacer caso a mi abuela, a mi padre diciendo “déjalo mujer, que es Navidad…”, a mi abuelo pidiendo silencio y a mis primos cogiendo a puñados las bolitas de coco y guardándolas en los bolsillos.

Mientras comíamos (o mejor dicho, mientras devoraba), me preguntaron cómo había llegado a esta situación; entre mordisco y mordisco les expliqué que empecé la universidad pero que tuve que dejarlo para ayudar a mis padres en el negocio familiar, una pequeña librería en la zona de Chamberí que a duras penas se sustentaba con la llegada de los grandes centros comerciales. De siempre fui un soñador y un orgulloso y me resistí a vender el negocio a la muerte de mis padres, seguro de que la gente prefería un trato personal cuando iba a comprar un libro; me ahogué en mis propios ideales y me quedé sin negocio y sin hogar. Mi mujer me dejó entre lágrimas de cocodrilo. Meses más tarde supe que se había ido a vivir a Toledo con un empleado de banca que sus padres le habían presentado. El resto, les dije para no aburrirlas, son historias de estaciones de metro y calles de Madrid, de parques y cementerios, de escribir para no perder la cordura y de caminar por una ciudad cada vez más desconocida… Me despedí de ellas a medianoche, y aunque me insistieron para que me quedara a dormir, en mi interior sabía que no debía acostumbrarme al olor de sábanas limpias, que luego la realidad te abofeteaba más fuerte por haberle sido infiel…

Regresé al cabo de tres o cuatro días, aprovechando que mi aspecto aún era decente, para darles las gracias y entregarles una nota que había escrito para ellas, porque uno ha tenido mala suerte en la vida pero aún recuerda algo de la buena educación que le regalaron sus padres. Al no responder a la puerta, le fui a dejar la nota al portero del edificio, que al indicarle la dirección, me dijo que “allí no vivían dos señoras ancianas, una alta y parlanchina y otra bajita y muy callada”, y que ese ático llevaba cerrado más de dos años…

Un escalofrío peor que el de aquellas noches heladas recorrió mi espalda. Hacía tiempo que había dejado el vino barato más por obligación que por convicción, y mi estómago me decía que aquella noche no había sido un sueño…

Desde este suceso, toda mi suerte pareció cambiar a mejor. Tanto, que ahora puedo contar mi historia y van a pagarme por ello.

Pero eso será otro día. Ahora, como cada 24 de Diciembre desde aquella noche, voy a la Plaza Mayor a comerme un bocadillo de calamares…

sábado, 17 de diciembre de 2011

Andrew

Andrew nunca había sido un niño “normal”. Su precocidad, asombrosa para los adultos e insultante para sus compañeros, se manifestaba en todos los ámbitos de la vida. Con siete años resolvía sin dilación ecuaciones diferenciales, conocía al dedillo la historia del imperio romano, enumeraba los cien primeros decimales del número pi, y el piano, bajo sus manos, comenzaba a destilar melodías desconocidas hasta entonces por la humanidad. A los doce años, su sed de conocimientos era ilimitada. Tan pronto dedicaba noches enteras a escrutar los cielos con su telescopio como se sumergía en el mundo atómico anotando jeroglíficos ininteligibles en un pequeño cuaderno que una vez rellenado pasaba a formar parte de una legión de libretas ordenadas en sus estanterías.

Pronto se quedaron obsoletos aquellos que pregonaban una inteligencia similar al mismísimo Einstein; los test de inteligencia no eran capaces de abarcar semejante potencia cerebral. Era como intentar medir la altura de un edificio con un metro de costurera. Nadie se extrañó cuando se publicó en grandes titulares que Andrew, a la edad de 19 años había logrado unir la física cuántica, la relatividad general y la teoría de cuerdas, en una Teoría Unificadora que revolucionó el mundo.

Con el tiempo Andrew comenzó a sentir una frustrante punzada de soledad en su interior. Sabía que él era diferente, pero su propia inteligencia lo llevaba a plantearse cuestiones extrañas e inquietantes. Todo el mundo le había contado que tras aquel trágico accidente de tráfico, cuando tenía cinco años, al despertar del coma profundo en el que estuvo vagando entre dos mundos durante casi un año, empezó a mostrar signos inequívocos de una inteligencia especial. Los psicólogos le habían recomendado encarecidamente no profundizar en los escabrosos detalles de aquel trauma, en el que tanto sus padres como sus dos hermanos murieron. No le fue difícil olvidar; no recordaba nada de su anterior vida. Sin embargo, con el paso de los años, aquella pared de olvido levantada tiempo atrás se elevaba ante él como un nuevo desafío al que su mente no podía esquivar. ¿Nunca habéis querido saber que hay tras ese sueño recurrente que todos hemos tenido en alguna ocasión, en el que caes por un precipicio y justo antes de tocar el suelo te despiertas? ¿O que ocurre en aquellos sueños en los que te persiguen y por más que corres no consigues avanzar y va creciendo la angustia de que van a alcanzarte pero nunca lo hacen? ¿Habéis sentido la rabia de llegar al final de un puzle de diez mil piezas y ver que falta la última? Así era la mente de Andrew, un puzzle casi completo con una pieza importante sin colocar, un sueño constante en el que se sabía capaz de aprender y abarcar todo lo imaginable por el ser humano pero en el que había un rincón oscuro y nebuloso que temía y ansiaba conquistar a la vez.

Andrew no podía evitar sospechar que su inteligencia y aquel accidente estaban íntimamente relacionados. Su experiencia y conocimiento le enseñaron que el azar raramente se encuentra en estado puro, y que lo que usualmente llamamos “suerte” no es más que un conjunto de factores entrelazados que no hemos sabido analizar sin más. Pero sus sospechas se tornaron alarma cuando, sentado frente a su madre, le pidió por favor que le hablara de sus padres biológicos y de aquel accidente que decidió el rumbo de su vida, y su madre comenzó a sollozar y a hundir su rostro entre sus arrugadas manos. Se levantó, sacó una carpeta marrón de uno de los cajones de la mesa de la entrada y la puso frente a Andrew. Sintió escalofríos al pensar que todas sus dudas estaban encerradas en esa carpeta, ajada por los años.

- Andrew, algunas cosas es mejor mantenerlas guardadas en el cajón para siempre… -susurró su madre entre lágrimas

- Mamá, no te preocupes. Tú siempre serás mi madre, eres la persona que ha cuidado de mí toda mi vida y la que me acunaba entre sus brazos cuando volvía llorando porque todos los niños me decían que era un bicho raro. Nada de lo que ponga esta carpeta podrá cambiar el amor que siento por ti…-replicó Andrew al tiempo que sacaba unos cuantos folios amarillentos y los desplegaba sobre la mesa…

- Andrew…

Su madre no terminó la frase, al ver el rostro estupefacto de su hijo recorriendo las apretadas líneas de los papeles que estaba examinando. Andrew sintió vértigo primero, indignación después, un vacío indescriptible al final…La verdad era mucho peor de lo que su infalible inteligencia había imaginado. Estaba preparado para conocer la verdad sobre sus padres, la verdad sobre el accidente, la verdad sobre las operaciones a las que tuvo que someterse, la verdad sobre aquel periodo en el que se estuvo debatiendo sobre la vida y la muerte… estaba preparado para todo excepto para que todo fuera mentira. Nunca habría imaginado que todo hubiera sido preparado con tanto detalle para tener un punto de partida, un inicio de la historia de su vida…

Andrew sabía que era diferente a los demás, pero no tan diferente…

De repente se sintió solo. Muy solo, triste y engañado. Miró a su madre y le preguntó con voz temblorosa, insegura, impropia de él:

- Pero…entonces… ¿no soy como vosotros, no siento de la misma forma que vosotros, no pienso como vosotros?

- Hijo mío, estás hecho a nuestra imagen y semejanza. Eres como nosotros, eres mejor que nosotros…

- No mamá, no lo soy. No tengo alma.

Y Andrew, el primer robot humanoide de la historia, comenzó a llorar como nunca lo había hecho.

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